domingo, 29 de abril de 2007

Esos locos bajitos

Tecleaba frente al computador cuando aún no te soñaba,
ni sabía cuánto medía tu patita
ni que tu boca era una luna entreabierta
respirando mi historia y las mañanas,
tecleaba con la desventura corriendo por mi rostro
con los dedos derretidos y la noche a mis espaldas
y escuchaba esta canción diminuta
esta canción que me acariciaba invisible
y tú venías mariposa entre los sones
entre poesía y universo y campanas.

María Alicia Pino

lunes, 9 de abril de 2007

Oso Verde



Escribe: Martin Bruggendieck

Han pasado años desde entonces. Ya el inicio del viaje pareció ominoso. Debía subir a un pájaro de acero, para una vez sentado, dejarme transportar por los aires. Ese vuelo debía culminar en la ciudad del monte invisible desde donde la gente otea el gran río con una visión de montaña. Montevideo parecía burguesa y apacible, menos pobretona que otras ciudades del mundo. Más pausada, también.

Se vivía la moda del encuentro entre el hombre y la naturaleza. Las cartas oficiales desde el centro del mundo llegaban impresas en papel reciclado al comienzo, imitación reciclado, después. El menoscabo de mis finanzas personales debido a la invalidez provocada por una creciente sordera me había empujado a una aventura descabellada. Recorrer Sudamérica acompañando a un circo ambulante, remedo de rito tribal-rockero, o para usar un término a la moda, ecológico. Los buenos alemanes que idearon esa forma de tirar su dinero tenían la intención de predicar la limpieza del medio ambiente y la conveniencia de reciclar la basura doméstica a través de una pequeña feria ambulante, embebida en la ventaja que ofrece un mundo limpio, como si fuera cosa de países ricos enseñar modales al mundo pobre. Esa jolgoriosa aventura por los tierrales del sur giraba escénicamente en torno de la figura de un oso verde, muy amable con los niños que nunca habían visto un oso y mucho menos uno verde.

El oso constaba de un overol apretado al cuerpo, confeccionado en toalla de algodón verde de muchas onzas, sobre el que se balanceaba una pesada cabeza construida en torno de un casco de seguridad para motorista. Los ojos del oso no le servían para mirar. Podría decirse que su sistema perceptivo sensorial aislaba a esa masa de trapo relleno del mundo en general. Los que conocieron al oso se preguntan hasta el presente -y muchos tal vez sigan preguntándose-, qué había realmente dentro del descalabrado disfraz. El oso corría y saltaba, tenía una grave voz gruñona con que pasaba los avisos del dictus ecologista, intentaba acariciar a un niño por aquí y a otro por allá, cosa en esa época aún libre de las crueles sospechas que enciende en nuestros días la acción de acariciar a las personas chicas como a las más crecidas y lleva los cinco dedos de la mano al teléfono para marcar la central de policía. La extrema ridiculez del oso parecía despertar en los niños del monte que no se ve una peculiar saña destructiva, que ellos expresaban dando de golpes y patadas al enfurecido oso, que aprendió pronto a cuidar sus carnes más débiles con diversos subterfugios y movimientos simiescos, que en oportunidades lo llevaban a propinar golpes feroces a todos esos niños que por los imperativos educacionales del planeamiento pedagógico eran transportados hasta la carpa del científico circo, que comenzó a levantarse una ola de sospechas desde el mar educativo que muy pronto llevó a los directores del circo a zanjar el problema rodeando al oso verde de un grupo de defensa pretoriano, cuyo objetivo era salvar la integridad de las bolas del oso con el sólo fin de poder mostrarlo también en ciudades lejanas, como la de los aires buenos.

Ser oso verde en esos tiempos implicaba meterse dentro del cuento color pastito nuevo, resignarse a que la vida de los tiempos por venir sería una rutina de saber sudar varios litros de agua al día, rebeberlos durante la noche para volver a entregarlos al día siguiente. Esa fábrica de humedad caminante trabajaba sin parar y casi sin comer. Las cosas eran como eran: el oso apenas comía, mucho bebía y tremendamente sufría. Pero el sacrificio se pagaba en dólares. El oso era yo.

La mentada agresividad de los niños uruguayos era fenomenal. Un pueblo satisfecho, dado a las carnes mañana, tarde y noche, un tanto hosco y oscuro, con abundancia de ancianos seniles tomando sol en las veredas de clásicos barrios del novecientos. Los niños pegaban, pegaban duro y siempre donde su tamaño, reducido en términos relativos, les permitía colocar puños y botines: los cojones del oso verde.

Pasaron los días, el destino parecía no poder apagar las semanas, el oso había bajado de peso interior, pero la coraza de toalla parecía engrosar con el trajín. Mis ojos miraban por el hocico del tragicómico oso, que si hubiese al menos sido de proporciones estéticas, me habría aliviado la carga. Con esa visual fatalmente dirigida hacia el suelo, no distinguía bien entre moros y cristianos. Hasta que una mañana, leyendo el programa de visitas del día mientras sorbía agua no purificada de un pequeño vaso plástico opacado por el uso, observé que habría visita de un colegio para deficientes mentales, se recomendaba un trato especial para ellos, no tomarse la cosa demasiado en serio, bastaría con cumplir el ritual pedagógico. Eran las once de la mañana cuando los anunciaron. La sola mención de esos visitantes que eran calificados de mongólicos pareció espantar a todo ese pequeño mundo. Incluido el oso verde.

Durante las dos horas anteriores había dado curso libre a mis inquietudes, averiguando de qué tipo de retrasados mentales se trataría. Yo, ya extremadamente curtido por los golpes de los pequeños devoradores de grandes animales aterrados, esperaba ahora una golpiza fenomenal. Además, ya había visto suficiente deficiencia mental y rasgos patológicos. También había bebido el trago amargo de no sentirme como los otros, o había compartido su exclusión de los locos y de los otros más otros, de esos que nosotros a su vez necesitamos para meterlos en nuestro moldaje a fin de evitar sufrir el desprecio que emana del desafío de su diferencia. Yo, es decir, el oso verde, es decir, el que estaba adentro del oso verde en ese entonces, sabía de las discriminaciones y de las puertas cerradas y de las exclusiones. Para no quedar tan excluido, sin embargo, me unía a los coros de los ángeles excluyentes y tocaba fanfarrias cada vez que se podía excluir y expulsar. ¡Fuera todo lo diferente! fue durante siglos el pregón de las grandes civilizaciones. Tal vez por eso sólo visitamos sus restos. Huesos y muros y porongos y pelo y tinturas. A veces metales: oro, siempre el fatídico oro.

Bajaron de un autobús amarillo. Primero bajó una mujer vestida de rosado, con un sombrero de pajilla, que gesticulaba y regañaba y celebraba ostensiblemente a los que vendrían. Sorbí agua del asqueroso vaso. Otro sorbo. Eran muchos. Se me opacó la mente y se me turbó mi memoria con muchas sonrisas de niños extraños, de gestos estúpidos, de ojos contraidos, de un olor execrable, de una rara capacidad para babear y no resecarse jamás. Saltó sobre mí como una bestia hipócrita una visión que de niño era parte de mi vida cotidiana. A cien metros del portón de ingreso de mi colegio caro y pagado, de esa casona llena de matemáticas, antecedentes históricos y profesores alemanes, había otro portón, que daba a otra gran casona abandonada por patricios chilenos, que entonces como en todo momento, se fugan de la realidad hacia el este, en dirección de los cerros secos del entorno de Santiago, que entonces como en todo momento huyen velozmente con sus cachivaches para construir nuevos palacetes de acuerdo al gusto de la respectiva época cuando las minúsculas casas de matrimonios jóvenes todavía constituidos comienzan a brotar en las tierras aledañas: ¡Qué sinvergüenzura radical, habrá solución nominal! Simplemente se van más lejos. Ese portón daba a una morada patricia de alto nivel que ahora cobijaba, acogía, soportaba, a decenas de niños aquejados por el síndrome descubierto por un Dr. Down. Y burlescamente, cada mañana soleada que yo caminara hacia mi portón de mi colegio santo y bueno, debía mirar la casa de los babosos, de los chillones, de esas criaturas que los verdaderamente ricos solían ocultar por entonces en el último cuarto del patio del lavado de sus mansiones.

Pero esta vez no: esta vez no babeaban, no chillaban, no vestían burdas imitaciones de todo tipo de fantasías y alegremente se comunicaban entre si con sonidos indescifrables. Por altavoz se anunció la aparición del oso verde, del engendro ridículo que guiaría también a estos niños por los puestos modulares fabricados en buena madera de encina del norte de Europa: que les enseñaría el truco de convertir un estropajo en papel absorbente, en cartón, en un material tan distinto que nadie avisado lo creería. Pero estos niños no prestaban atención a la cansada verba del infatigable oso: tampoco a sus gruñidos ni a su gesticulación de autómata sabelotodo y mejor. Ellos tocaban todo con sus dedos algo rechonchos, comentaban entre ellos y reían, algunos pronto parecieron aburridos y se retiraron a un lugar más asoleado esa fría mañana de abril. Eran casi todos los mayores de entre ellos. ¡Estaba muy preocupado! No me habían asestado ningún golpe en las carnes blandas, que yo previsoramente había ocultado tras un cojincillo que metí a viva fuerza dentro del oso verde, como si por las moscas. ¡Nada!

Fue entonces que se hizo la luz. Extrañado con esa indiferencia de los pequeños frente al engendro pro-ecología que se infatuaba con la idea de convencerlos de su igualdad con los demás terrícolas a través de estudiadas explicaciones y sonidos redundantes, acaricié el pelo rubio de una chiquita rubia, que si uno nada sabía casi nada llegaba a saber, y tiré el mantel. Cayó estrepitosamente la loza del prejuicio y de la distancia. La pequeña se inclinó inmediatamente hacia mí y se tomó de la enorme y ridícula pierna del oso verde, acariciándola como no hacían los chicos que había dejado en casa. Y buen número de los otros, al observar el suceso, comenzaron a reír y, aproximándose a mí, es decir a lo que yo trataba de ser pero en ese momento no iba a ser, comenzaron a apoyar sus cabecitas en las largas piernas del engendro que para ellos era por amoroso un ser acariciable, sin ver como se veía el oso o como yo sospechaba al pobre oso. Y me tumbé. Es decir, no viendo casi nada por la emoción que me urgía, sin pensarlo, sin pensarlo en absoluto, me entregué al vendaval de una dulzura incomparable. Esos seres irradiaban un calor humano que sólo había conocido, si es que lo había conocido, en alguna cama dulcemente amorosa.

Ciertamente no era el eros, no era ni eros ni su sombra tanatos, no había allí concepto imaginario alguno. El oso, yo y mi oso, nos dejamos llevar. Ya estábamos de espalda sobre el suelo, el oso y yo, y nos alimentábamos de ese acontecimiento de dulzura. Que no cesaba, que parecía no tener referencias con lo humano. Sus sonrisas eran tan dulces, sus emanaciones tan bellas. Su humanidad tan asombrosa. Todavía resuena en la mitad mejor de mi existencia ese libar sin agotamiento, ese amor puro que no era de hombre ni de animal, un amor como de ángeles, de flores, de prados encendidos en las laderas floridas de mi país sobre el océano. En este hoy, en esta mañana de florecimiento y de feliz memoria, revivo lo que me pareció similar a deslizarme por el sedoso cáliz de un dedal de oro hasta el fondo de la felicidad.

Entonces cayó el grito. El grito, las órdenes, el fin del mundo. Mis supuestos protectores, pensando con su limitada percepción que el oso era carne de la locura, corrieron y arrancaron de cuajo a cada uno de esos seres diferentes amontonados sobre el oso fantoche pero atravesándolo, enlazados con mi estado excelso. El oso estaba aturdido, yo estaba en un puro sentir. De oso y de hombre no se hacía media conciencia. Me levantaron como salvándome de las aguas más peligrosas, me arrastraron a una suerte de pobre camarín donde se suponía vivía el oso, me arrancaron las cabezas, aquella dentro y aquella otra alrededor del casco protector y entonces ya no soporté, no toleré más el asfixiante traje y me lo quité a rasguños, mientras la chica encargada del traje de oso me frotaba el cuerpo con una toalla y hacía ademanes de enfermera en celo.

Nunca más fui oso. Me había elevado hasta el cielo celeste en medio de algo que quienes saben llaman olor a espíritu santo. Llaman acontecimiento. Embravecidos llaman pérdida de la jaula. Llaman breve nota o reportaje sobre un traje de oso verde encontrado a las puertas de una casona cercana a mi colegio, lejano y de memoria.