Era de mañana y la enfermera acercó la silla de ruedas hacia la puerta de mi habitación. Un jirón de bata a la derecha, un acomodarse el pelo a la izquierda, dos pantuflas atropellándose en el centro.
Tres veces al día me dirigía hacia la unidad de neonatología donde ella reposaba en la incubadora y yo realizaba el inútil intento por extraer leche de mis pechos rebeldes.
No alcancé a apoyar mi cuerpo lento sobre la silla cuando desde el final del pasillo emergió la figura del médico ecografista y su ayudante. El mismo que un mes atrás reconoció lo discordante del fémur y la ausencia de hueso nasal. Y recordé entonces aquella mañana del 6 de Enero, cuando el destino decretó los roles y él se transformó en el médico y yo la paciente.
Bastó que entrara a la sala y reemplazara a la interna que durante media hora escudriñó mi vientre sin decir una palabra ni apartar la mirada incrédula de la pantalla. “¿Algo sucede, señorita?, es que me duele la espalda” y ella esquivando las respuestas que se atropellaban por todos los pasillos del hospital. Media hora apretando con el martillo blanco el abdomen inexplicable. “Ya llegará el doctor que dará respuestas, pero parece que todo bien aunque no estoy segura apunte un centímetro menos al fémur”. Y bastó que entrara a la sala el que dará respuestas, con su aspecto de policía fuera de servicio; ni bata blanca, ni estetoscopio que anunciara al salvador social por excelencia. Más bien el rostro áspero y el perfil sobresalían desde aquel que apareció abrupto para insistir con el rito brutal de empujar mi vientre e interrogar al bebé fugitivo que huía dentro de mi cuerpo y escabullía el rostro para no ser condenado. “Algo malo pasa” me atreví a preguntar y él sin apartar sus ojos del destello celeste de la máquina, respondió “¿sabe usted cuales son los riesgos de tener guagua después de los cuarenta?”. Frase inmortal que debería echar por tierra años de estar de acuerdo con los años, sin pretender envejecer el alma a causa de ellos, sintiéndome a gusto con cada nuevo aniversario y la torta con una vela más válgame dios, ansiando la sabiduría, la mesura que en cada nueva vuelta a la rueda venían de la mano; frase inmortal que debía echar por tierra el esfuerzo ancestral del género de desprenderse de culpas y validarse por algo más que la juventud y belleza boca cerrada niña bonita.
“¿Sabe usted cuáles son lo riesgos de tener guagua después de los cuarenta?”, sentenció tirándome a la cara su década y media de carrera, becas, congresos, simposios, especialidad y soberbia que algunos de ellos traen bordado en el delantal blanco y que los pre-titula “doctor”.
“Ni idea”, respondí apuñalando sus pupilas con las mías y tratando de apaciguar mi mandíbula que quería ir tras él y condenarse. “¿Ha oído hablar del Síndrome de Down?” continuaba con su delicado guión, apostando a mi ignorancia de paciente de hospital público que se embaraza pensando en que es un chiste, una broma anual, que se embaraza organizando la semana, planeando hijos como cheques a fecha, acumulando pensiones alimenticias a diestra y siniestra. O que no se embaraza porque aún no te he visto y no has vaciado tus ojos en los míos, ni estremecernos con la primera caricia milagro que apareciste y jamás pensé que tanto amor me rozaría, porque años a solas hasta encontrarte amor que vienes desde el tiempo que acordamos y parecías no llegar nunca y creí que moriría sin reconocernos, porque años a solas si no eras tú con nadie y no importaba sumar dígitos al espejo si tras la esquina o frente a frente aparecías para llevarnos hasta los hijos que esperaban dentro de las flores, hijos que sabían que éramos nosotros y no otros, hijos que esperaron y esperaron para esta mala mañana dolerse de aquel que sugería a la madre: “¿Ha oído hablar de bandidos portadores de cromosomas vagabundos?”. Y retumbaba su voz en las paredes de la sala que a esas horas iba sumando becados que como clones repetían la mirada y el diagnóstico, becados que apretaban el espacio para conocer el rostro de madre de trisomía 21, apunten en la libreta, corroborar la tesis de los cuarenta, y la coreografía de curiosos que danzaba ante mis ojos en shock.
Sólo la mano de aquella que escudriñó media hora antes, acarició los dedos de mis pies y se hizo par de tribu, hembra consolando a la hembra, fiera lamiendo los pies de la herida, mujer al fin conciente de que esto le estaba sucediendo a una hermana. Y así como llegaron, se fueron, dejando una estela de aire en desorden, apuntando sus ojos hacia el próximo turno, así por fin callaron la boca, apagaron la luz, cerraron el libro, devolvieron las llaves y me dejaron a solas, secándome el vientre, los ojos y los sueños.
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